La Patagonia es tan grande en historias como en territorio. Siempre cuesta elegir un punto determinado si el tiempo para viajar no es mucho y las ganas de conocer no son pocas. Es bueno entonces recibir la propuesta de llegar a unas coordenadas definidas: 44 grados y 48 minutos de latitud sur y 65 grados 42 minutos de longitud oeste. Es la ubicación de Camarones, un pueblo al sureste de la provincia del Chubut y sobre la costa del Mar Argentino. Tomé un avión hasta la ciudad de Trelew. Desde su aeropuerto quedaban más de 200 km de viaje en camioneta para llegar a destino.
Pronto encontré dos elementos para construir esa identidad patagónica particular que buscaba. El mar es distinto, porque es el Atlántico Sur de la Patagonia, salvaje, particularmente sobrecogedor, con un aura de misterio y una presencia que impone respeto. Pero también un encanto cuya causa exacta no se puede definir pero es como la fascinación que ejercen las sirenas, irresistible.
El paisaje terrestre, el de la estepa, no es exuberante sino más bien austero, a primera vista monótono. Pero no es así, es sólo un efecto colateral de tanta inmensidad. Hay mucho para ver si uno afina la mirada o, mejor dicho, la percepción de todos los sentidos.
¿Por qué se llama Camarones?
La explicación que tiene un sentido lógico y es la que más nos gusta dice que por J. Keith Cameron, el primer dueño de la gran estancia Lochiel. Aparece acá otro sello de identidad, las antiguas estancias dedicadas a la cría de ovejas, con su arquitectura tan característica.
De paredes y techos de chapa acanalada, con ventanas y puertas de madera, estas “construcciones inglesas de ultramar”, como se las llamó, se ven en Chubut, Santa Cruz, Tierra del Fuego y las islas Malvinas. No sólo son típicas de las estancias, en Camarones se ven por ejemplo en Casa Rabal, un almacén de ramos generales inaugurado en 1901 que todavía funciona. Y en una esquina, con sus paredes acanaladas amarillo maíz, sus ventanas con marcos de madera blancos y su techo de chapa rojo, donde está Alma Patagónica. Sobre una vieja puerta de madera, también blanca, un cartelito dice: «Restaurante». Y si que lo es, pero también mucho más. Ariel Giorgetti es el cocinero y con su mujer Mara son los anfitriones del lugar. La especialidad son pescados y frutos de mar.
Por la noches, en una larga mesa, siempre podemos encontrar reunida a una comunidad de personajes que representan ese singular espíritu patagónico, como guardaparques, biólogos marinos, trabajadores de las estancias o pescadores. Todos fuente inagotable de historias y anécdotas.
En bici hacia la inmensidad
Desde mi cabaña que miraba al puerto de bahía Camarones, el mar era de un azul Francia, intenso al sol. El viento que casi siempre sopla fuerte, era una brisa que venía del norte. Y hacía calor, unos 29 grados centígrados, un clima ideal para explorar la costa con las mountain bikes.
Nos subimos a las camionetas y tomamos hacia el norte por la Ruta Provincial 1 para llegar a la zona de la playa El Arroyo, donde nos subimos a las bicis. El sol bañaba con una luz fantástica el paisaje de la estepa, haciendo mas vivos sus colores. Hay varios senderos para poder pedalear con las bicicletas y también, playas de arena gruesa, conchilla y pedregullo, donde se puede andar con un poco más de esfuerzo. La playa es ideal para ver la puesta del sol a orillas del mar.
Parque Interjurisdiccional Marino Costero Patagonia Austral: el nombre es largo pero le da precisión a su gran importancia. Se trata del primer parque del sistema nacional que protege una porción marina y una terrestre. La geografía de sus 180 km de costa tiene de todo: arrecifes rocosos, islas e islotes de orígen volcánico, muchas bahías, caletas y ensenadas. Ese paisaje tiene un rasgo distintivo que lo diferencia del resto de la costa patagónica, y es un escenario ideal para la vida marina. El Golfo San Jorge es una de las zonas de cría mas importantes del Mar Argentino. De ahí lo de marino-costero y lo de interjurisdiccional, es porque su manejo lo comparten entre la Administración de Parques Nacionales, que tiene el mar, y la provincia de Chubut.
Hay un área de acceso público, que es la ANP (Área Natural Protegida) Cabo Dos Bahías. En las dos camionetas tomamos el ripio de la RP 1 con rumbo sur por unos 28 kilómetros para llegar. Nos recibieron en la entrada un guardafauna y como treinta guanacos, que estaban parados ahí sin moverse y mirándonos como diciéndo: “¿Querés ver fauna? Bueno, ¡acá tenés!”. Era una espontánea acción de marketing de la naturaleza.
Pueblo fantasma
Hay lugares imperdibles para visitar como la pingüinera (entre septiembre y abril) o el espectacular Mirador del Cabo Dos Bahías. Y se pueden practicar actividades como coasteerings (trekkings costeros), snorkeling, buceo o remadas en kayak por las protegidas y calmas aguas de las caletas, por ejemplo, Caleta Pedro. Para reponer energías, ahí mismo pueden disfrutar de una paella al disco inolvidable.
Cabo Raso es un pueblo fantasma renacido para los amantes de la naturaleza. Está a 80 km al norte de Camarones, sobre una amplia y profunda bahía atlántica que ofrece un buen puerto natural. Por esa razón y a fines de 1800, Cabo Raso fue un destino de pioneros que llegaron para construir las primeras viviendas y que, tierra adentro, en la estepa, establecieron estancias ganaderas que prosperaron gracias a la producción de lana de oveja, con muy buena calidad en la zona.
Pero en el siglo XX las cosas cambiaron y poco a poco los pobladores fueron marchándose de Cabo Raso, hasta que en la década del ‘50 quedó abandonado y en ruinas. Eso hasta que una familia patagónica llegó con un sueño: reconstruir el lugar, convertirlo en su hogar y protegerlo para que todos los amantes de la naturaleza y la aventura puedan disfrutarlo. Así nació El Cabo, un lugar con mucha onda para alojarse, salir a explorar la costa en caminatas y encontrar naufragios como el del pesquero “Chubasco”. O, para los que buscan más adrenalina, encarar el desafío de un interesante point surfero local, que atrae amantes de las olas desde todo el mundo.
Federico Svec para Weekend