El Molino Nant Fach

· 24 Ago 2014 ·
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El molino Nant Fach es un lugar emblemático y de los más visitados por el turismo en Trevelin -que significa justamente «pueblo del molino» en galés-, ya que guarda el casi desconocido pasado harinero de la comarca andina de Chubut y, en su calidad de museo, también la historia de los inmigrantes galeses.

Con el marco del verde y florido Valle Hermoso y las azuladas laderas de los Andes, a 22 kilómetros de la ciudad se alza la construcción como una gran cabaña de troncos con techo a dos aguas y una rueda vertical de unos cuatro metros de diámetro, propulsada por el agua desviada de un «arroyo chico» (nant fach).

«¿Han visitado museos donde las cosas funcionan y producen?», preguntó a Télam Mervyn Evans, descendiente de aquellos pioneros y constructor del molino, y respondió «lo hace diferente, ¿no?».


El sonido casi musical del agua que movía la rueda se mezclaba con el canto de los pájaros en el bosque y los pastizales de las praderas en las que anidan patos silvestres y donde pastaban algunos caballos, al sur de la Ruta Nacional 259, unos 22 kilómetros al suroeste de Trevelin, rumbo a Chile.

Aunque algunas publicaciones y folletos mencionan al Nant Fach como «una réplica» de los molinos antiguos, Evans aclaró que no es copia de ninguno en particular sino un modelo propio.

Sobre el origen de este atractivo, sintetizó: «Nací en este lugar, pasé mi infancia en un campo a 10 kilómetros de acá, donde había restos de un molino construido en la década del 30 por un lituano llamado Estanilaus Gravauskas, y ése era mi lugar de juego preferido, lo que me generó interés por los molinos».

Cuando en 1978 su padre vendió el predio, ese interés persistía, por lo que consiguió que el hijo de un lituano le vendiera las muelas de un viejo molino, «y volví a casa con las dos piedras y un entusiasmo bastante importante».

«En forma artesanal, serrucho en mano y a martillazos terminé construyendo esto que se ve», añadió mostrando la sólida y prolija construcción junto al rudimentario acueducto elevado de madera.

Evans dijo que «el propósito era tener de vuelta un viejo molino, rescatar lo perdido; luego se proyectó museo, y lo interesante es que funciona y lo puedo mostrar en acción».

Dicho esto, movió una palanca que cerró la exclusa por la que el agua caía al curso del arroyo en el que algunos visitantes mojaban sus pies en la tarde bochornosa de pleno sol, y el chorro comenzó a hacer girar la rueda, con una silenciosa pereza como respetando la hora de la siesta.

Mientras la rueda de ocho caballos de potencia hacía rotar el eje que transmitía movimiento a otras piezas internas del molino, el constructor ratificó: «Yo diseñé mi propio molino, no había uno exactamente igual a otro, así que me tomé mi libertad y no es una réplica, es mi propio molino».

Ya dentro de lo que sería la «sala de máquinas y producción», Evans mostraba entusiasmado cómo funcionaba ese sencillo sistema en base a poleas y palancas, para convertir los granos de trigo, en principio, en la harina más simple y oscura por los restos de cáscara, que era la harina integral.

A diferencia del suave rumor del agua y la rueda en el exterior, adentro el ruido de la molienda era por momentos ensordecedor, especialmente cuando las muelas trituraban el trigo con mayor fricción para obtener las harinas más finas.

«Este molino puede producir unos 600 kilos por día, sin motores contaminantes ni la boleta de la luz a fin de mes, simplemente con la fuerza del agua», se enorgullecía su propietario junto a una pared de madera que ostentaba herramientas y piezas antiguas de la maquinaria de los molinos de la comarca.
Luego pasó a una sala contigua que obraba de museo histórico de los galeses, con una bandera de su país ancestral y cargada de fotografías y recortes de diarios -con artículos referidos a la industria harinera de Chubut- en las paredes y, sobre estantes y cajones, piezas vinculadas a esta inmigración en la comarca.

La sala albergaba, entre otras cosas, un antiguo piano, una victrola, la cocina económica a leña, una máquina manual de hacer pastas, una plancha a carbón y hasta un maniquí tamaño natural vestido como una joven campesina galesa del siglo pasado.

Allí, Evans relató como en un clase de historia, el pasado harinero de Chubut que lo llevó a ser la única provincia con una espiga de trigo en su escudo y a ganar premios en Europa y Estados Unidos por su calidad.

El anfitrión mencionó al primer molino del valle, que en 1891 funcionaba con un malacate y un caballo que giraba y podía moler unos 100 kilogramos al día, hasta el más grande que tuvo Chubut, en 1918, de la cooperativa Molino Andes, que producía hasta 20 toneladas diarias de harina.

Aunque está acostumbrado a repetir la historia a numerosos visitantes, no deja de expresar pesar al contar la aposterior decadencia, que adjudicó al «dumping» y los negociados de los monopolios trigueros de la región pampeana, en especial Molinos Río de La Plata, y los gobiernos de las décadas del 40 y 50.

Esta obra artesanal que reivindica la próspera etapa harinera de los galeses, antes que la comarca se viera obligada a convertirse en zona agropecuaria, está dedicada a su bisabuelo Thomas Dalar Evans, un pionero ilustre de esa colonización en el siglo XIX.

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