Los animales visitan las ciudades durante la cuarentena

· 25 Mar 2020 ·
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En España se ven en las calles cabras, jabalíes, pavos salvajes y hasta un oso pardo. En Italia aparecieron delfines en Cerdeña y cisnes en Venecia. En Londres, zorros. En Japón ciervos y en EE.UU. coyotes en las calles. Mirá las increíbles fotos.

A medida que las calles y plazas de las ciudades de todo el mundo se vacían de gente, se imponen las cuarentenas y se crean ambientes más desérticos, limpios y silenciosos, los animales salvajes irrumpen y se adentran en los centros urbanos como si exploraran nuevos ecosistemas que un día habitaron.

Las redes sociales recogen muestras de cómo la crisis del coronavirus cambia los ritmos de la vida ciudadana y actúan como un termómetro que da señales evidentes de que la fauna sale a la escena con un protagonismo que hasta ahora no tenía.

Cisnes en los lagos de Venecia

A veces el fenómeno nubla la vista. No hay delfines en las aguas más limpias de los canales de Venecia ni elefantes borrachos deambulando por la provincia china de Yunnan. Pero sí es cierto que la fauna salvaje de la periferia de ciudades y pueblos sale de sus refugios y se siente dueña de enclaves dominados hasta ahora por el hombre.

Los pavos salvajes se lucen en el centro de Oakland, en California; y hasta en Madrid. Los jabalíes, que viven refugiados en Collserola, bajan hasta el centro de la ciudad de Barcelona y se dejan ver más relajados que nunca hurgando en los parterres.

Normalmente, todos estos animales viven en áreas limítrofes, en enclaves no frecuentados por el hombre o en espacios ocultos. De alguna manera, son como fantasmas, que ahora sí se dejan ver.

En San Felipe (Panamá), donde bares y restaurantes han cerrado y se ha esfumado el turismo, Matt Larsen, director del Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales en Panamá, ha dado rienda suelta a su sorpresa con este tuit.

«Un resultado interesante de la falta de humanos en la calle. Anoche vi 3 mapaches (oso lavador) pescando y nadando en el océano frente a mi apartamento. No he visto esto en mis 6 años aquí. Parecían bastante envalentonados por la ausencia de nuestra especie», dice.

En Lopburi, Tailandia, la falta de comida con que los turistas suelen obsequiar a los monos locales hace que estos animales estén permanentemente en disputa para hacerse con las sobras que encuentran.

Mientras, zoólogos de la Universidad de Massachusetts estudiarán el grado de audacia o agresividad con que puedan actuar los coyotes y los zorros en las ciudades estadounidenses.

El naturalista Joaquim Araujo sostiene que asistimos a una «recolonización de los espacios urbanos por especies silvestres». Es una paradoja. Los animales, que estaban confinados por infraestructuras que cuartean sus espacios naturales y les imponen restricciones en el movimiento, salen de su aislamiento.

Al resultar confinados los seres humanos, se produce una liberación de esa fauna salvaje, señala Araujo.

«Nosotros somos ahora los que estamos atemorizados, y nos encerramos; y con nuestro miedo lo que hacemos es liberar a quienes nos tenían miedo».

Araujo explica que la actual situación demuestra que cuando se frena la presión urbana (tráfico, ruidos…), «la naturaleza vuelve a demostrar que tiene una gran capacidad de reacción, tanto para lo malo como para lo bueno».

En esta colonización llevan la delantera las especies – rendija que aprovechan cualquier oportunidad para ganar espacios. Este es el comportamiento que muestran los arácnidos o los dípteros (los insectos voladores), que saben todos los esos resquicios.

Pero en ocasiones también los grandes carnívoros encuentran su oportunidad. De ahí que los leopardos empiezan a mostrarse confortables en las ciudades indias y los zorros se adentran en Londres (hay más de 1.000), dice Araujo.

«Los vertebrados, ante este paisaje urbano sosegado, amplían su territorio en busca de comida», dice Antoni Alarcón, director del Zoo de Barcelona. «Cuando en el mundo rural se abandonan los cultivos agrícolas, se produce una invasión del bosque y se recuperan especies antiguas. Salvando las distancias, algo parecido ocurre en pueblos y ciudades ahora».

Theo Oberhuber, naturalista de Ecologistas en Acción, cree que aún es pronto para concluir si se dan cambios reales en el comportamiento de la fauna.

«Lo que está pasando es que ahora estamos más atentos y nos fijamos en la naturaleza más de lo habitual», opina.

«La gente tiene ahora más tiempo para ver las aves desde las ventanas; salimos más al balcón. Detectamos cosas que ante pasaban inadvertidas», agrega.

Oberhuber sostiene que muchos de los fenómenos de acercamiento de la fauna a las ciudades ya se habían constatado con anterioridad. Nos puede sorprender la presencia de aves; pero ya estaba ahí. «Lo que ocurre es que la gente tiene ahora más tiempo para ver las aves desde la ventanas; salimos más al balcón. Detectamos cosas que ante pasan inadvertidas”, dice antes de recordar que el cielo e a veces atravesado por milanos, cernícalos o halcones.

Una atmósfera más limpia, unida a una menor contaminación acústica son otros componentes decisivos.

Pavos salvajes por las calles

«El ruido es nuestro estandarte de civilización: el ruido de los motores, el de la velocidad, el de nuestras máquinas y comodidades. Si disminuye, es como si se hubieran abatido nuestra señas de identidad», dice Araujo. Y los animales lo saben.

En realidad, todo se resume de forma fácil en la frase «la vida se abre camino». Es una de las sentencias más conocidas de Parque Jurásico (Steven Spielberg, 1993). La naturaleza se impone en ocasiones en las situaciones más adversas.

Los expertos señalan como tras un cambio ecológico brusco (y ya no digamos si se trata de catástrofe destructiva), la naturaleza tiende a recuperar el terreno perdido a través de la llamada sucesión ecológica, una teoría que desarrolló, entre otros, Ramon Margalef, y que estudia cómo animales y plantas van ocupando esos espacios en una carrera de colonización.

En esta sucesión se ha constatado, por ejemplo que en los ecosistemas de Catalunya, primero, nazcan las pequeñas hierbas, luego los pinos (que se reproducen a los 15 años) y luego las encinas (40 años), hasta conformar ecosistemas estables maduros.

Las personas que han visitado enclaves que han sido pasto de la destrucción (un bombardeo, un abandono repentino como el que se dio en Chernobyl…) expresan la fascinación que produce la escenografía lúgubre y desolada que envuelve el lugar; pero aún les llama más la atención la mágica vitalidad con que se abre paso la naturaleza entre ruinas.

Patos en la Barcaccia, corazón de Roma

Por ejemplo, tras desaparecer los humanos de la ciudad balneario de Varosha, en Chipre (que huyeron despavoridos tras la guerra greco chipriota de 1974), lo que más extrañó a los visitantes que se adentraron en ella al cabo de unos años no fueron las llaves petrificadas en el mostrador del viejo hotel, las tazas de café turco lamidas por los ratones o la ropa deshilachada aún en los tendederos, sino la irrupción de árboles, plantas y animales, y sobre todo, la fuerza de las flores para hacer pedazos el asfalto.

Alan Weisman explica ese paisaje en «El mundo sin nosotros»: «Las acacias brotaban en plena calle, las exuberantes plantas ornamentales se encaramaban por todas partes, y las diminutas semillas de ciclamen infiltradas en las grietas del asfalto habían levantado losas enteras de cemento de la ciudad abandonada. Las casas desaparecen bajo montones de buganvillas de color magenta, mientras que los lagartos y las serpientes látigo se mueven entre chumberas y hierbas de dos metros», informó Clarín.

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